La historia de la migración reciente en América Latina comienza con un hecho específico: un terremoto de siete puntos en la escala de Richter que sacudió a Haití siete minutos antes de las cinco de la tarde, el 12 de enero de 2010. La catástrofe dejó más de 200.000 muertos y un millón y medio de personas se quedaron sin casa y sin motivos para quedarse en la isla. Así comenzó la huida masiva de haitianos, un fenómeno que no ha parado y que ha marcado el cambio de dinámica migratoria en las Américas.
A los haitianos se sumaron luego otros latinoamericanos que también abandonaron sus países de origen en la última década, hacia destinos imprevistos a lo largo y ancho de todo el hemisferio, y en cantidades nunca antes vistas. El éxodo de venezolanos alcanza poco más de 7 millones de personas, superando incluso a la cantidad de sirios que huyeron de la guerra. Si se suma el resto de nacionalidades, el número de migrantes que viven en la región casi se ha duplicado, pasando de 8,3 millones en 2010 a 16,3 millones en 2022. Hoy siete de cada diez migrantes son intrarregionales (migran dentro de América Latina).
Según el informe de tendencias globales de desplazamiento de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) de 2002: “Más de dos de cada 5 nuevas solicitudes de asilo fueron presentadas por personas nacionales de América Latina y el Caribe, principalmente de Cuba, Nicaragua y Venezuela”. Esos números son un reflejo de lo que sucede en varios Estados de la región: han perdido la capacidad de garantizar derechos y ofrecer una buena calidad de vida a sus habitantes. Se han ido tras el “sueño americano” a Estados Unidos –el mayor destino migratorio del mundo–, pero también a otros países del hemisferio, incluso a los rincones más insospechados a donde no habían migrantes.
“Desde 2010, ninguna región en el mundo ha experimentado un mayor aumento relativo de la migración internacional como América Latina y el Caribe”, dice un informe reciente del Migration Policy Institute (MPI). Hasta 2010, los mexicanos (se calcula que unos once millones de ellos viven en Estados Unidos) constituían el mayor número de personas que cruzaban el Río Grande. En poco tiempo, sin embargo, fueron igualados o incluso superados por personas de otras nacionalidades, a veces consideradas refugiados y a veces migrantes. A la migración de haitianos, cubanos y centroamericanos, que eran los que más emigraban antes del 2015, se sumaron luego los venezolanos, constituyendo un hito histórico.
Los precios internacionales del petróleo se desplomaron a finales del 2014 y con ellos se derrumbó la economía del país. El bolívar se devaluó hasta perder prácticamente todo su valor, la hiperinflación se comió los ahorros y pensiones de la gente y la escasez de alimentos y medicamentos alcanzó cifras récord. Como resultado, 9,3 millones o uno de cada tres venezolanos sufrió inseguridad alimentaria, y Naciones Unidas empezó a hablar de crisis humanitaria a partir del 2016 por tantas muertes de neonatos.
Miles de personas protestaron por esta situación contra el gobierno de Nicolás Maduro, pero se encontraron con una fuerte represión militar. El Gobierno encarceló a los disidentes y líderes de oposición, tomó el control de las instituciones y censuró a los medios. Paralelamente, los venezolanos vivían una situación de violencia generalizada, asediados por la inseguridad y delincuencia, con grupos criminales que actuaban con impunidad y controlaban hasta las cárceles.
Ante esta situación, el número de solicitudes de refugio de venezolanos se triplicó en todo el mundo a partir del 2015 y esa tendencia continuó durante los siguientes tres años. Un estudio reciente afirma que en el 48% de los hogares venezolanos hay, al menos, un familiar viviendo en otro país. La mayoría cruzó la frontera con Colombia. Tres millones de venezolanos se han quedado allí. Otros 500.000 buscaron una oportunidad en Ecuador. Un millón y medio de personas decidió continuar el viaje hasta Perú y otros 400.000 llegaron a vivir a Chile. La misma cifra se ha radicado en Brasil.
“Estamos hablando de una diáspora que rompe las tendencias migratorias normales. El caso venezolano es sui generis, porque ellos no tenían ni vocación ni experiencia migratoria”, dice María Clara Robayo, profesora de la Universidad del Rosario en Bogotá. Al éxodo venezolano se sumó luego el nicaragüense, especialmente a partir de 2018, cuando el Gobierno de Daniel Ortega reprimió las protestas masivas en su contra. La violencia de los cuerpos de seguridad y los paramilitares afectos al Gobierno dejaron un saldo de más de 300 muertos en unas pocas semanas. Para finales de ese año, ya había unas 30.000 peticiones de asilo de nicaragüenses en varios países. Se estima que entre 2018 y 2022, unos 604.485 nicaragüenses han abandonado su país.
Las rutas de los migrantes son muchas y variadas. Si hubiera que ilustrar los caminos recorridos, habría que dibujar una multitud de flechas que salen disparadas de todas partes, hacia todas las direcciones y al mismo tiempo. También hay movimientos pendulares o en zigzag, pues miles de venezolanos han estado yendo y viniendo entre los países andinos.
La migración es como el tiempo atmosférico: las personas se desplazan de áreas de alta presión a otras de baja presión. Y al igual que el tiempo atmosférico, este desplazamiento es difícil de combatir. Hay una mezcla de necesidad y esperanza, dos motores importantes que impulsan a la gente a emigrar. Esa esperanza se alimenta de historias y mitos de otros viajeros que lograron llegar y se transmiten entre conocidos. También circulan por las redes sociales. Los mismos migrantes cuentan verdades a medias para no dañarles la ilusión a los que vienen. Los traficantes de personas utilizan las redes para atraer a sus clientes. Han montado un lucrativo negocio como “guías” por los “caminos verdes” en distintos puntos del trayecto o para cruzar los pasos fronterizos de manera clandestina. Se han vuelto cada vez más sofisticados, ofrecen paquetes de viaje con hospedaje incluido, como si fueran una agencia de viajes.
Además de las mentiras, los migrantes pueden ser víctimas de redes de trata, que secuestran y extorsionan a sus familias para liberarlos. Se estima que unos 70.000 fueron secuestrados entre el 2011 y 2020.