El polémico expresidente falleció este miércoles a los 86 años, según anunció su hija Keiko.
Con él se va una de las figuras más relevantes de la vida peruana de las últimas décadas. También, una de las más controvertidas y polarizantes.
Hay peruanos que lo admiran como gobernante por poner orden en la economía del país y derrotar a la sangrienta insurgencia maoísta de Sendero Luminoso.
Hay otros que lo detestan como líder autoritario que corrompió las instituciones del país y bajo cuya directa responsabilidad se perpetraron graves violaciones de los derechos humanos.
Sea como sea, pocos discuten el papel protagonista desempeñado por este ingeniero agrónomo de raíces japonesas que se convirtió inesperadamente en presidente de la República en 1990, y que ni siquiera en su largo tiempo en prisión dejó de condicionar la vida de un país que todavía hoy se divide entre fujimoristas y antifujimoristas.
Quedan una familia, con su hija Keiko a la cabeza, y una facción política, el fujimorismo, que siguen siendo unas de las fuerzas más poderosas de la sociedad peruana. También permanecen las heridas de las víctimas de los crímenes por los que fue condenado, muy difíciles de cerrar.
Un repaso a su trayectoria sirve para entender su legado y por qué, tanto sus partidarios como sus críticos, tardarán tanto en olvidarlo.
El 10 de junio de 1990, Alberto Fujimori dio la sorpresa al imponerse contra todo pronóstico al escritor Mario Vargas Llosa en las elecciones peruanas.
Fujimori, hasta entonces un poco conocido ingeniero agrónomo que había llegado a rector de la Universidad Agraria, se había colado en la segunda vuelta como candidato de un movimiento al que bautizó como Cambio 90.
Vargas Llosa era el gran favorito, pero Fujimori dio la sorpresa y en la segunda vuelta arrasó con más de un 62% de los votos.
Las propuestas de reforma económica y amplias privatizaciones con las que Vargas Llosa pretendía sanear una economía sumida en una crisis feroz espantaron a muchos votantes y Fujimori, que había hecho campaña con propuestas vagas y de tono populista, se encaramó a la presidencia.
Seguramente, pocos peruanos imaginaban entonces que aquel candidato, al que en la calle muchos empezaban a llamar ya «el chino», sería el gran protagonista de la vida política del país durante décadas.
Fujimori recibió un país sumido en una grave crisis económica y una hiperinflación que devoraba la renta de los hogares.
Los precios en los mercados peruanos se multiplicaban día tras día y el gobierno parecía incapaz de estabilizarlos y de poner orden en las cuentas.
Fujimori decidió entonces una severa política de ajuste, que pasaría a la historia como el «fujishock» y que implicó la desaparición de gran parte de los subisidios estatales, la privatización masiva de empresas públicas y otras agresivas medidas liberalizadoras.
Fue el entonces primer ministro, Juan Hurtado Miller, el encargado de comunicarlo al país.
En un mensaje televisado el 7 de agosto de 1990, enunció las medidas más dolorosas y cerró su intervención con una frase que todavía resuena en la memoria de los peruanos que vivieron aquellos duros años: «Que Dios nos ayude».
El 5 de abril de 1992 el presidente Fujimori anunciaba por televisión que había ordenado la disolución del Congreso, una «reorganización» del poder judicial y la creación de un «gobierno de emergencia y reconstrucción nacional».
Poco después, militares peruanos tomaban el control de la sede de las altas instituciones del Estado.
El episodio pasó a la historia como el autgolpe de 1992.
Fujimori justificó su acción, que fue mayoritariamente condenada en la escena internacional, por la actitud «obstruccionista» del Congreso, que, decía, ponía trabas a las medidas necesarias para enderezar la economía del país y hacer frente a Sendero Luminoso, un movimiento armado que se había convertido ya en un gigantesco desafío a la autoridad del Estado.
En aquellas horas de tensión, efectivos militares secuestraron brevemente al periodista Gustavo Gorriti y al empresario Samuel Dyer.
Fujimori fue condenado años después por ambos secuestros.
El 12 de septiembre de 1992 agentes de la policía peruana detenían en una casa del dsitrito limeño de Surquillo a Abimael Guzmán, líder absoluto de Sendero Luminoso, y a otros de sus principales dirigentes.
La operación policial supuso el principio del fin de una organización que había dejado miles de muertos en todo el país y se había convertido en la principal preocupación del gobierno.
Las detenciones, que llevaron después al desmantelamiento casi total de la guerrilla maoísta y al fin del «conflicto armado interno», fueron presentadas como un éxito del gobierno.
Unidas a la notable mejora de la economía, ayudaron a disparar la popularidad de Fujimori y a justificar la deriva autoritaria de su gobierno.
Pero no todo fueron luces en el triunfo sobre Sendero.
La Comisión de la Verdad y la Reconciliación documentó numerosos crímenes y violaciones de los derechos humanos perpetrados por las fuerzas del Estado.
Fujimori fue condenado en 2009 por las matanzas de Barrios Altos y La Cantuta, en las que el comando paramilitar conocido como el Grupo Colina asesinó a 25 personas de las que sospechaban que eran colaboradores senderistas.
Paradójicamente, Abimael Guzmán murió también un 11 de septiembre, pero de 2021.
El 17 de diciembre de 1996 un grupo de hombres armados perteneciente a la organización de extrema izquierda Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) irrumpió en una recepción oficial en la residencia del embajador de Japón en Lima y tomó como rehenes a los presentes, entre los que había numerosos diplomáticos y autoridades, e incluso familiares del propio Fujimori.
Los secuestradores exigían un cambio en la política económica del gobierno y el traslado de todos los presos de la organización hacia la selva central de Perú.
Fujimori se negó a acceder a las pretensiones del MRTA, pero ofreció una salida pacífica si los secuestradores deponían las armas y liberaban a los rehenes.
La crisis puso a Perú en el centro de la atención mundial y el secuestro abrió los informativos durante semanas.
Finalmente, el 22 de abril de 1997, más de cuatro meses después, miembros de las fuerzas especiales del ejército peruano irrumpieron por sorpresa en la embajada y pusieron fin al secuestro en una operación bautizada como Chavín de Huántar.
Todos los secuestradores, uno de los rehenes y dos de los militares murieron en el asalto, que fue presentado como un éxito y reforzó la imagen de Fujimori como un líder fuerte y resolutivo.
El aparente éxito se vio empañado cuando empezaron a surgir denuncias de que los militares habían ejecutado sumariamente a insurgentes emerretistas a los que ya habían reducido y la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó en 2015 al Estado peruano por vulnerar el derecho a la vida de uno de ellos.
Las cosas empezaron a torcerse súbitamente para Fujimori en el año 2000.
En septiembre de ese año, un mayúsculo escándalo de corrupción acabó precipitadamente con su presidencia.
Vladimiro Montesinos, el hombre que manejaba para Fujimori los resortes ocultos de la seguridad del Estado, apareció en unos videos filtrados a la prensa entregando sobres con grandes cantidades de dinero en efectivo a políticos, empresarios y otras personalidades.
El propio Montesinos había grabado los videos con los que se había asegurado las lealtades de los sobornados hacia el gobierno de Fujimori.
Con el tiempo se supo que había docenas de grabaciones que incluían a congresistas y directores de medios de comunicación.
El escándalo de los «vladivideos» provocó una creciente indignación con el gobierno.
Montesinos huyó al extranjero y poco después Fujimori aprovechó una parada en Tokio durante una gira internacional para enviar desde allí un fax comunicando su renuncia a la presidencia, una maniobra insólita que muchos atribuyeron a su temor a ser procesado por la justicia.
El Congreso no la aceptó y optó en cambio por destituirlo por la fórmula de la vacancia por incapacidad moral permanente.
Montesinos fue detenido en Venezuela y extraditado a Perú, donde sigue encarcelado por sus delitos.
Fujimori permaneció años en el extranjero desoyendo los requerimientos de los tribunales peruanos hasta que fue detenido en Chile en 2007.
Tras su extradición a Perú por las autoridades chilenas, fue condenado y salió de la cárcel en diciembre del año pasado, cuando el Tribunal Constitucional reafirmó la validez del polémico indulto que le concedió en 2017 el entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski.
Con información de efectococuyo.com
Esta entrada ha sido publicada el septiembre 12, 2024 9:30 am
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