Boric despierta y derrumba a Allende 50 años después
Por Braulio Jatar Alonso
El Tiempo Latino (Washington)
En la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado liderado por el general Augusto Pinochet, el presidente chileno Gabriel Boric sorprendió a todo el país recitando de memoria el histórico discurso de Salvador Allende del 11 de septiembre de 1973. La escena, transmitida en vivo por la televisión nacional y amplificada por altavoces alrededor del Palacio de La Moneda, devolvió la voz del presidente mártir a los espacios donde cayó bajo el fuego de las fuerzas golpistas. Una escena potente, poética y simbólicamente conmovedora.
Es comprensible imaginar que, motivado por la solemnidad del momento, Boric concibiera la idea de convertir la última residencia de Allende —ubicada en la calle Guardia Vieja, en la comuna de Providencia— en un museo histórico. Para ello, convocó a sus colaboradores más cercanos: la ministra de Bienes Nacionales, Marcela Sandoval, la ministra de Defensa y nieta del expresidente, Maya Fernández Allende, y la senadora Isabel Allende Bussi, su hija. Todos, conmovidos por la carga simbólica, habrían abrazado esta visión patrimonialista: convertir en memoria estatal el patrimonio familiar del más importante líder de la izquierda chilena.
Pero en medio de la efervescencia emocional, se omitió un detalle de proporciones constitucionales.
La Constitución Política de la República de Chile, en su Artículo 36, establece la prohibición expresa para los Ministros de Estado de “celebrar o caucionar contratos con el Estado” durante su ejercicio. La Ley Orgánica Constitucional N°18.575, sobre las bases de la Administración del Estado, refuerza esta restricción en su Artículo 56, que prohíbe que funcionarios públicos celebren contratos con organismos del Estado si tienen vínculos familiares o conflicto de interés. A esto se suma la Ley N°20.880 sobre probidad en la función pública y prevención de conflictos de intereses, que impide cualquier operación que beneficie económicamente a un funcionario o su familia directa a costa de los recursos del Estado.
Pues bien: el contrato de compraventa de la casa de Salvador Allende fue firmado tanto por Maya Fernández como por Isabel Allende, ambas en funciones públicas. La operación se habría concretado por el equivalente a 933 millones de pesos chilenos (cerca de 1 millón de dólares), y lo más grave: el inmueble seguiría siendo ocupado por la familia Allende, incluso luego de transferido al fisco. Es decir, además de la compra, había una cláusula de usufructo implícito.
A nadie se le ocurrió pensar —ni siquiera a los acérrimos críticos del capitalismo— que una mejor opción habría sido donar el inmueble al Estado chileno como gesto histórico. Por el contrario, la negociación asumió las formas más crudas del libre mercado: se vendía la memoria, pero se seguía disfrutando del bien.
Como era previsible en un Estado de Derecho como Chile, la operación produjo una cadena de consecuencias institucionales. La primera en caer fue la ministra Marcela Sandoval, quien presentó su renuncia en enero tras el escándalo. Luego le siguió la propia Maya Fernández, quien dejó el Ministerio de Defensa en marzo. Finalmente, el 3 de abril de 2025, el Tribunal Constitucional resolvió por mayoría que Isabel Allende Bussi incurrió en una infracción grave a la Carta Magna y fue destituida de su cargo como senadora, quedando inhabilitada para ejercer funciones públicas por cinco años.
De esta manera, el sueño simbólico de Boric —nacido probablemente entre lágrimas, banderas y discursos durante la conmemoración de los 50 años— terminó convirtiéndose en un derrumbe institucional y familiar. No sólo se afectó la imagen de Salvador Allende, sino también la credibilidad de su descendencia política.
Una tragedia sin épica. Un homenaje que terminó en escándalo. Y una lección sobre cómo incluso las más nobles intenciones pueden naufragar cuando la legalidad se ve como un trámite prescindible.
